Henchidos de orgullo, solemos presumir de considerarnos la especie más inteligente de nuestro planeta. Y quién sabe si del universo
Quizás sea porque el cerebro humano presenta, como sustrato de la inteligencia y desde un punto de vista evolutivo, características muy particulares, más allá de las que le corresponden por la constitución física que nos representa.
El tamaño (relativo) sí importa
Curiosamente –o no– el tamaño del cerebro humano (1,5 kilogramos) es mayor de lo esperado para nuestra especie. Sobre todo lo es su tamaño relativo, que es como se denomina a la relación entre el peso del cerebro y el peso total del organismo, y que se mide con el cociente de encefalización. Entre los mamíferos el valor EQ promedio es de uno, con un rango que va desde 6,6 para humanos a 0,3 para la ballena azul. Es decir, nuestra masa cerebral es seis veces mayor que la de la media de los mamíferos.
Además, se sabe que el tamaño absoluto del cerebro ayuda a predecir la habilidad mental de los primates no humanos, desde los prosimios a los grandes simios. Y también así se ha evolucionado desde el pequeño cerebro de los primeros homínidos que caminaron erguidos –los australopitecos, como la famosa Lucy– hasta nuestra especie, con un cerebro más grande que el de cualquier homínido extinto.
Con todo y con eso, el tamaño absoluto del cerebro no es el mejor indicador de las habilidades del resto de especies. Basta con pensar en una ballena o en un elefante, en los que el cerebro pesa unos 8 y 5 kilogramos, respectivamente. Y no por ello son animales más listos que un pulpo o un cuervo.
El secreto está en las conexiones
Cuando nos fijamos con más detalle en el desarrollo del cerebro, observamos que las diferencias van mucho más allá del tamaño. Sobre todo llama la atención su tremenda plasticidad neural, es decir, la capacidad del cerebro para adaptarse y remodelarse en respuesta tanto a cambios internos –la experiencia o el daño cerebral– como externos –el ambiente–.
Otro factor a tener muy presente es que el cerebro humano necesita un tiempo “extra”. No solo para crecer y alcanzar su tamaño final sino también para formar suficientes conexiones y alcanzar una alta velocidad de comunicación entre las neuronas.
Partimos de una cierta desventaja porque, durante la gestación, el cerebro humano crece más despacio que el de otros primates. Esto se debe a que en los homínidos, al andar erguidos, el canal del parto evolucionó para ser más estrecho, limitando así el tamaño en el nacimiento. Al nacer, el cerebro de los recién nacidos de nuestra especie es cuatro veces más pequeño que en el adulto, mientras que en los chimpancés bebés es tres veces menos, y en los gorilas neonatos llega hasta la mitad de su tamaño final.
Esto implica que cuando más crece el cerebro humano es después de nacer, lo que explica la vulnerabilidad y los múltiples cuidados que necesitan los bebés. El lado positivo del asunto es que la exposición del cerebro infantil a todo tipo de factores externos, sociales y ambientales, dispara las conexiones nerviosas. De hecho, en el primer año de vida tienen lugar procesos de plasticidad neural claves para el desarrollo, como el prestar atención o el balbuceo de las primeras palabras. Mucho más ricos de lo que serían en el vientre materno.
De ahí que vivir durante tantos años siendo dependientes de nuestros progenitores se considere una ventaja.
Lo que nos dice el genoma
Aún siendo obvias las diferencias aparentes entre chimpancés y humanos, ambas especies comparten casi el 99% de sus genes. Ahora bien, las sutiles variaciones incluidas en el 1% restante bastan para explicar el enorme salto evolutivo entre ambas.
Por citar algún ejemplo, los humanos tenemos cuatro copias del gen SRGAP2, mientras que otros primates sólo tienen una. Las duplicaciones específicas surgieron después de nuestra divergencia evolutiva de los chimpancés, más allá de los siete millones de años. Se ha demostrado que este gen hace más lento el desplazamiento y la ramificación de las neuronas durante el desarrollo del cerebro, y nos humaniza al permitir que se formen más conexiones y que estas dispongan de más tiempo para madurar.
Otro gen que nos hace humanos es el FOXP2. La ciencia nos dice que, en nuestra especie, los cambios específicos que encontramos en él están implicados en el desarrollo y la función de los circuitos cerebrales encargados del lenguaje y en la vocalización.
Por último, cabe destacar la importancia del estudio de la microcefalia, una alteración con base genética que hace que el tamaño de la cabeza y del cerebro estén por debajo de lo normal. Se ha detectado que aquellos genes que cuando mutan producen microcefalia han sufrido una selección positiva en la evolución, selección a su vez relacionada con el tamaño actual en humanos.
Como decía el insigne Santiago Ramón y Cajal, “mientras el cerebro sea un misterio, el universo continuará siendo un misterio.”
Francisco José Esteban Ruiz
Profesor Titular de Biología Celular Universidad de Jaén