En 2025, España ha sufrido uno de los peores veranos de su historia reciente en materia de incendios. Mientras los bosques arden, los rebaños demuestran que su labor cotidiana es, en realidad, una de las mejores defensas contra las llamas.
El verano de 2025 pasará a la historia como uno de los más devastadores para los bosques de la península ibérica. Según el programa europeo Copernicus, en Europa se han superado este año el millón de hectáreas calcinadas, una cifra que cuadruplica la media histórica. España ha sido uno de los países más golpeados: más de 400.000 hectáreas han ardido, con Ourense, Zamora y León entre las provincias más castigadas. A la tragedia medioambiental hay que sumar la humana, con ocho personas fallecidas; más de 31.000 han vivido evacuaciones masivas o confinamientos; 440 municipios afectados, muchos dañados o parcialmente destruidos o arrasados como la aldea de San Vicente (Vilamartín de Valdeorras, Ourense).
Tampoco podemos olvidar las devastaciones patrimoniales y paisajísticas, como en Las Médulas, declarada por la Unesco como Patrimonio de la Humanidad en 1997. El fuego deja tras de sí un rastro de destrucción que recuerda nuestra fragilidad ante la naturaleza. Pero más allá de la amenaza inmediata, actúa también como un espejo: nos muestra lo que hemos perdido y lo que debemos recuperar.
En muchas zonas de la península, los incendios avanzan con fuerza debido al abandono rural. Los pueblos vacíos, los campos sin cultivar y los montes olvidados generan un paisaje continuo de matorral y hierba seca, combustible perfecto para el fuego. Donde antes pastaban rebaños que mantenían los claros abiertos, hoy la vegetación se acumula sin control, creando corredores que el fuego recorre como si fueran autopistas naturales favorecidos por olas de calor cada vez más frecuentes. Frente a esa imagen de bosques en llamas y brigadas exhaustas, existe un ejército silencioso y constante: los rebaños.
La ganadería extensiva moldea paisajes resistentes al fuego: La lógica ecológica del pastoreo
Allí donde pastan las ovejas y las cabras, los incendios encuentran obstáculos invisibles: claros de pasto, senderos abiertos, matorrales ramoneados y hierba consumida que reducen la biomasa inflamable que alimenta los incendios, el monte se abre y se dibujan paisajes más resistentes gracias a la diversidad estructural. Ovejas, cabras y vacas tienen dietas y formas de ramoneo distintas; juntas, mantienen un equilibrio entre herbáceas, arbustos y arbolado, evitando monocultivos de matorral altamente combustible. Así pues, el pastoreo en extensivo, practicado de manera tradicional en la península, moldea mosaicos vivos que combinan prados, arbustos y bosques. Al moverse en busca de alimento, los rebaños fragmentan la continuidad vegetal y generan claros, pastizales y zonas transitadas que funcionan como cortafuegos naturales. Por tanto, este paisaje que crean los animales ralentiza el fuego y permite que las brigadas intervengan con mayor seguridad, abriendo caminos que parecen invisibles, pero que el fuego no ignora.
Los pastores conocen este lenguaje. Saben dónde deben mover al rebaño para mantener la hierba baja, cómo diseñar recorridos que preserven la biodiversidad y, al mismo tiempo, reduzcan el riesgo de incendios. Experiencias como Ramats de Foc en Cataluña o el programa RAPCA en Andalucía llevan años demostrando que el pastoreo no es solo una tradición: es una herramienta de gestión forestal de primer orden. Proyectos de pastoreo dirigido como Ramats de Foc colocan rebaños en zonas estratégicas: alrededor de urbanizaciones rurales, infraestructuras críticas o bosques de alto valor. Los estudios muestran que en parcelas con pastoreo la carga de combustible disminuye hasta un 40 % en dos años. El programa RAPCA mantiene más de 5.000 hectáreas de cortafuegos mediante pastoreo, con un coste por hectárea significativamente más bajo que el de las limpiezas mecanizadas. En Portugal, tras los incendios de 2017, se han reforzado los programas de “pastores municipales” como herramienta preventiva y de reactivación rural.
Por tanto, la clave está en reconocerlo de forma oficial. En Vilamós, un pequeño municipio del Val d’Aran en el Pirineo leridano, se ha creado un rebaño municipal de 200 cabezas —que pronto crecerá hasta 400— encargado de limpiar los montes cercanos. El proyecto, financiado por el Ministerio para la Transición Ecológica, combina tradición y tecnología: los animales llevan collares con geolocalización y se usan drones para planificar su movimiento. No es solo un experimento, es un modelo exportable. Organizaciones como WWF defienden que se remunere a los ganaderos por estos servicios ambientales, que se apoye la creación de rebaños concejiles en pueblos sin pastores y que se simplifique la burocracia que hoy asfixia al sector.
El pastoreo, además, no solo apaga fuegos. Modela paisajes, conserva vías pecuarias e infraestructuras rurales, dispersa semillas y mejora la fertilidad del suelo. Mantiene vivas razas autóctonas y una cultura pastoril ligada a la elaboración de quesos, queserías y mercados locales. Sin rebaños, los montes se cierran y se hacen más vulnerables; con ellos, el territorio se mantiene vivo y diverso, capaz de resistir las llamas. Los beneficios son tangibles. Un rebaño de 400 ovejas puede limpiar cada temporada hasta 100 hectáreas de vegetación inflamable, a un coste muy inferior al de los medios de extinción —eficiencia preventiva—. El pastoreo fija población rural, genera empleo y dinamiza la economía con la producción de leche, carne y quesos de calidad.
Pero el sector está en riesgo. En dos décadas, España ha perdido la mitad de su cabaña ovina por falta de rentabilidad. Una tendencia que amenaza no solo a la cultura del queso, sino a la seguridad ambiental de todo el territorio. Recuperar los rebaños, reactivar los pastos y volver a integrar al ganado en el manejo del territorio también protege vidas, hogares y bosques. Donde hay abandono, el fuego arrasa; donde hay pastores, el fuego encuentra obstáculos. Comprender esta relación es clave para mirar los incendios no solo como catástrofes, sino como un llamado a reconectar con la tradición, el territorio y la ganadería extensiva, una ingeniería ecológica de bajo coste y alto valor social.
Coincido en conversación con el geólogo, escritor y divulgador Jaime Izquierdo «Agropolitano», que defiende que debe ser considerado como un servicio público de prevención y como tal debería tener una remuneración institucional —pastos remunerados— que compense económicamente por su actividad preventiva con rebaños concejiles. Un servicio que bien puede gestionarse a través de cooperativas que además de producir, gestionen este servicio. Ello tiene una connotación de gran relevancia puesto que puede influir en una mayor presencia de queso artesano en el mercado. La viabilidad de esta iniciativa también debe basarse en un mercado demandado por un consumo que, en ocasiones, se retrae por el precio que, aunque justo, puede frenar su venta. Todo el valor añadido que aporta un queso de estas características debe tener su fiel reflejo en el precio, pero si su producción se ve facilitada por unos ingresos añadidos gracias a ese servicio público de gestión, permitiría un precio de venta asequible, cerrándose el círculo de mejora ambiental, oferta y demanda conocedora y comprometida.
Más allá de lo gastronómico: el queso como símbolo de resistencia
En este contexto, el queso se convierte en mucho más que un alimento. Es la expresión visible de un territorio cuidado, de rebaños que han modelado el paisaje y de tradiciones que resisten la presión del tiempo y de los cambios sociales. Cada cuña lleva en su textura y sabor la historia de pastores que han protegido el monte, no solo frente al fuego físico, sino también frente al “fuego social” de la despoblación.
Donde hay pastores y quesos, hay también resistencia activa. El queso que producen es la prueba tangible de esa resiliencia: cada producto es un testimonio de que la cultura pastoril sigue viva, de que los pueblos pueden sostenerse y de que la despoblación no ha ganado por completo. El pastoreo no solo actúa como gestor ecológico, también mantiene abierto un paisaje cultural: cañadas, veredas, muros de piedra, abrevaderos. Son infraestructuras invisibles que, además de sostener la biodiversidad, facilitan el movimiento de los rebaños y la creación de corredores ecológicos que ralentizan el fuego. De igual manera, el queso actúa como un puente entre generaciones y territorios. Elegir un queso local significa apoyar la continuidad de los rebaños, de los pastores y del paisaje que ellos protegen. Significa también valorar la cultura rural, enfrentando el abandono económico y social que vacía las aldeas y deja los bosques sin cuidado.
En este sentido, cada pieza de queso es un símbolo doble: protege contra el fuego que devora los montes y mantiene viva la llama de la cultura rural, la memoria de los pueblos y la identidad de un territorio. Comer queso local se convierte en un acto consciente de resistencia: frente al fuego y frente a la despoblación, frente al olvido y frente a la homogeneización de los paisajes y las costumbres.
Cada vez que elegimos un queso artesanal de vaca, cabra u oveja, apoyamos a quienes mantienen vivo el paisaje. Cada cuña de Idiazábal, Manchego, Roncal o Torta del Casar es la prueba de un territorio cuidado, de un pasto protegido y de un fuego que se frena. Allí donde los rebaños vagan libres, la cultura del queso se entrelaza con la seguridad del bosque, y el consumo local se convierte en un acto de apoyo a la prevención. En un año marcado por cifras récord de devastación, el queso se revela como símbolo de resistencia: un bocado que, de manera silenciosa, también lucha contra el fuego.
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